lunes, 16 de marzo de 2009

La Cometa


La niña tenía los ojos pintados de tristeza, y una pequeña lágrima empujaba por asomarse.


El cielo de la playa estaba relleno de colores fantásticos proporcionados por decenas de parapentes que aprovechaban al máximo el viento de la mañana. Azules intensos, encarnados, naranjas, lisos, a rayas, formaban un mosaico inigualable. Se mantenían soberbias, casi todas sobre el agua, oscilando en alturas desde unos cinco a treinta metros. Y entre ellas, intentaban competir con escaso éxito media docena de cometas, cuyos dueños las mantenían volando con mucho esfuerzo y poca estética.


Pero eso le pasaba desapercibido a Martina, ahora sólo le importaba ver que su madre consiguiese hacer volar la cometa que le había comprado en uno de los múltiples quioscos del Paseo Marítimo de Castelldefels. Ambas realizaron el viaje desde Suiza para pasar unos días juntas en en la costa Mediterránea. Su madre, Laurinda, nacida en Costa Rica, hacía doce años cambió su residencia a Europa con motivo del traslado de trabajo a un organismo internacional en Berna. Marta era su única hija y familia, y no tenían oportunidad de estar muchas veces juntas a causa de las obligaciones de trabajo de mamá.

Los días anteriores fueron maravillosos para las dos, pero ahora todo estaba a punto de chafarse porque no eran capaces de hacer volar la cometa y nunca pensaron que podría resultar tan difícil. Una y otra vez lo intentaban sin lograrlo, y aquel aparentemente divertido juego se estaba convirtiendo en una pesadilla.



Era mediodía cuando les llamó la atención el sonido de aquel avión que volando bajo sobre la playa se dirigía al Prat. Les recordó al suyo que esa misma tarde les llevaría de vuelta a su casa en Suiza, y el presagio de que el viaje habría sido un fracaso.





La niña tenía seis años; yo tenía 11 años hace ya cuarenta y siete cuando hacía volar mis cometas. Se llamaban "pipas".

De aquella época, y de mis no muy abundantes recuerdos, todavía evoco con satisfacción cuando yo solo planifiqué y construí el muro de cierre de la entrada de la finca de la casa de Madureira. De la escuela, mi más grato recuerdo fue aquel día que jugamos la final del campeonato de baloncesto del colegio (Colegio Lemos de Castro, profesor D. Virgilio), y que gracias a haber anotado el segundo lanzamiento de la falta cometida en el último instante del partido cuyo resultado era de empate, ganamos el campeonato y los compañeros me homenajearon subiéndome a hombros. Fue uno de los pocos momentos de auténtica felicidad de mi infancia.

Tenía asignadas habitualmente una serie de tareas al regresar de la escuela, como el cuidado de la huerta hasta que regresaba mi padre del trabajo en la fábrica sobre las cinco de la tarde. A partir de esa hora, dedicaba a diario el tiempo a ayudar en la construcción de la casa, casi toda ella construida por mi padre. Esa dedicación era constante y permanente, incluso los sábados y parte de los domingos, ocupándome de amasar el mortero de cemento y arena y suministrar masa y ladrillos para su colocación. Algunas veces mientras esperaba, también los colocaba. De manera que tenía ocupado la mayor parte del tiempo, mientras que los otros niños del barrio jugaban al fútbol especialmente, así como otros juegos infantiles. Apenas formaba parte de los grupos de niños y niñas, y había momentos que me sentía rechazado. Recuerdo aquella vez que, aún habiendo quedado libre un puesto en el equipo de fútbol de los niños del barrio, no me permitieron jugar, quedando el puesto vacio.
Aprendí tareas sencillas de albañilería, y con once años construí aquel muro en dos días. Hombres y mujeres que pasaban por la calle se paraban a presenciar como un niño de sólo once años construía un muro de ladrillo; otros venían de más lejos a verlo, dedicándome innumerables elogios. Lo construí de ladrillo macizo, dejé perfectamente marcado el hueco del portal de entrada, así el otro hueco más grande que permitiese la entrada de coche, en previsión de sí algún día pudiésemos comprar tal vez un Simca Chamboard (o un DKW). Mi buen amigo Toño solía acompañarme. Toño era un niño exageradamente flaco y pequeño de estatura, que no había superado el raquitismo. A menudo sufría desprecios de los otros niños, ya que por su endebléz, no podía aportar valor en los juegos de grupos de niños, y también padecía a menudo rechazo. Era huérfano de padre, al que no llegó a conocer, y su madre, D. Juana, tenía el aspecto casi de una anciana, a pesar de tener menos de 40 años. Toño era mi mejor amigo.
Trataba de suministrarme ladrillos para la construcción del muro, pero en seguida se fatigaba, a pesar de ello me acompañaba hasta el fin de la jornada.

Lo revestí todo dedicándole especial cuidado en los perfiles de las esquinas y remates y la cenefa, y la obra quedó concluida. Me sentí satisfecho conmigo mismo y sentí una sensación parecida a cuando metí el segundo lanzamiento y ganamos el campeonato un año antes.

Y en mis escasos tiempos de ocio, hacía "pipas" (cometas). La mayor parte las vendía y otras las lanzaba al cielo yo mismo.
En aquel país existía una gran tradición de este tipo de diversión popular que disfrutaban tanto jóvenes como adultos. La tradición provenía, evidentemente de China, pero con el tiempo dio lugar a un formato propio, totalmente distinto del asiático.

Para su confección seleccionaba las cañas de bambú de tamaño medio, ni las más nuevas, todavía muy delgadas y blandas, ni las más gruesas o viejas, demasiado rígidas. Las cortaba en forma de varillas muy rectas de entre treinta y cincuenta centímetros. Las remataba redondeando perfectamente las aristas para evitar cortes en las manos. A continuación las armaba utilizando un hilo fino y fuerte para las uniones de las dos varillas horizontales con la otra varilla vertical. Terminaba la estructura uniendo con el hilo a cada una de las puntas de las varillas. Para forrarlas, preparaba el papel fino de colores comprado en la papelería. Empleaba geometrías diversas, a veces hacía listas a blanco y negro (colores del Botafogo), otras veces en negro y rojo (colores del Flamengo), y también quedaban muy vistosos los colores del Fluminense (verde, rojo y blanco). Me reservaba los de fondo blanco con una lista oblicua de color negro, escudo del
Vasco da Gama, con su cruz gamada,símbolo de los grandes navegantes portugueses.

En el barrio de Madureira eran, probablemente, las cometas más vistosas y elegantes, y las que conseguían alcanzar mayor altura en el cielo. El secreto del carácter de mis pipas radicaba en la perfecta flexibilidad del bambú y en la confección de la cola, con una longitud bien proporcinada con el cuerpo de la cometa, y el peso bien distribuido que lo proporcionaban pequeñas tiras de papel fino que ataba secuencialmente en un hilo de unos tres metros, que a su vez se unía a la parte inferior del cuerpo, cuya misión mecánica era proporcionar un contrapeso, pero era sobretodo la parte más espectacular de la cometa. También tenían una función importante los hilos que formaban una especie de triángulo, que atados a tres puntos del cuerpo se anudaban al carrete del hilo de suelta de la cometa.
Las vendía por 1,5 o 2,00 dineros; solía construir unos diez cada tres días. Todo el dinero se lo entregaba a mi madre.

Llevaba un buen rato observando los intentos de Laurinda para subir al cielo su cometa,. La tristeza que afloraba en los ojos de Martina iban en aumento, y ya era tan evidente su desconsuelo que tuve una reacción espontánea de ofrecerme a ayudarles.
Pero, de súbito, me entró un enorme pavor: aquello suponía poner en riego toda mi infancia. Mis recuerdos eran muy breves, repartidos entre la final del campeonato de baloncesto, la construcción del muro, y mi talento para construir y volar las pipas. H abían transcurrido 47 años, y si por cualquier razón no fuese capaz de hacer volar aquel maldito artefacto espantoso, fabricado con material de plástico en una máquina, sólo me quedaría el muro y el enceste.

Decidí que no merecía la pena arriesgar prácticamente toda mi infancia, además, como si fuese una premonición, sólo hacía unos días que encontré en internet una fotografía de la cancha de baloncesto del Colegio Lemos de Castro en la que se ve perfectamente al fondo la canasta dónde se produjo aquel glorioso enceste.

Al fin y al cabo, tanto la madre como Martina tomarían el avión esa misma tarde para Suiza y más pronto que tarde quedaría olvidado el asunto.

Estaba a muy escasa distancia, y a pesar de que evitaba mirar a los ojos de la niña, vi como aquella lágrima seguía empujando por saltar a la mejilla. Mis oídos oyeron a mi propia voz, como si perteneciese a un cuerpo distinto, que le decía a la madre si quería que le ayudase. Se acercó con la cometa en las manos, y en tono derrotado me preguntó a su vez si yo podía hacer algo para que aquel artefacto volase. Mi cerebro permanecía en la toalla, asustado, huidizo, pero mis manos tomaron la cometa. Era una de esas que se venden en las playas, toda ella de material plástico, ... y sin cola. Nada que ver con mis "pipas".

Las gentes que consiguen elevarlas, luego se pasan las horas intentando sostenerlas en el aire, pero apenas sólo pueden realizar vuelos incontrolados, zarandeándose la pieza de un lado para otro bruscamente. Ajusté los hilos que forman el triángulo en el cuerpo e hice un otro nudo con el hilo principal del carrete. Así mismo, con otro hilo atado en los dos extremos de la única varilla horizontal, la flexioné hacia atrás ligeramente. Tomé del carrete un buen trozo de hilo y construí una cola con pequeñas tiras de papel de periódico, y lo até a la parte inferior del cuerpo. Intuía que dificilmente aquella cola fuese capaz de ejercer su misión de estabilizarla, no obstante decidí realizar un primer intento. Le pedí a Martina que sujetase la cometa de plástico y se alejase a una cierta distancia, acercándose a la línea del agua dónde hay más brisa. Notaba que volvía a tener once años. Aproveché una pequeña ráfaga de viento y mandé soltarla; de inmediato recogí unos metros de hilo tratando de obligar al aparato subir. Hay una zona a partir de una altura (de unos veinte metros para las cometas), que una vez alcanzada es como en el despegue de un avión, el aparato se estabiliza. Sin embargo, si no es capaz de alcanzar esa altura mínima, permanece más descontrolada y con frecuencia vuelve a caer.

La cometa subió unos cinco metros, se ladeó sin control y me obligó a realizar hábiles y nerviosos movimientos del hilo con la mano procurando estabilizarla y seguir haciéndola subir hasta los veinte metros necesarios. Subió otros tres metros y volvió a escorarse de forma violenta, en esta ocasión hacia el otro lado, y otra vez al lado contrario hasta que definitivamente se estrelló en el suelo.
Pánico y sudor fue mi reacción. Aquella caída del artefacto sonó como un portazo que se cerraba. Me había jugado toda mi infancia por una lágrima de una niña. Mientras me asaltaban estos pensamientos, inconscientemente revisaba aquella cola, la medí, y traté de comprobar su peso en proporción a la estructura apelando al tacto de mis dedos y a mi intuición. En aquel momento tenía nuevamente once años y decidí que le faltaba peso en su último tercio. Las tiras de papel de periódico empleado era una improvisación y le faltaba equilibrio. Vi aquel pequeño trozo de madera de unos diez centímetros con los bordes redondeados por los roces del agua contra la arena, y supe que aquella era la pieza que faltaba. Despacio, muy despacio la até en el extremo de la cola y le volví a pedir a mi amiga Marta que sujetase la pipa una vez más, y se alejase unos cincuenta metros en dirección nuevamente a la primera línea de agua. Esperé que volviese en mi ayuda aquella brisa aliada. Tiré con suavidad del artefacto y este subió bien equilibrado los primeros cinco metros. Lo mantuve en esa altura unos instantes para comprobar su respuesta. A través del hilo nos estábamos comunicando íntimamente. Le miré fijamente y me devolvió la mirada con su aprobación y lealtad. Me dijo que también me había estado esperando todo ese tiempo. Sus colores, antes de tono amarillo, aparecían ahora con fondo blanco y una lista de color negro oblicua: el escudo del Vasco da Gama. Tomó vida propia y me invitó a que le permitiese seguir ascendiendo; de inmediato solté cuerda y subió otros cinco metros, bien equilibrada, meciéndose como la más sutil bailarina. Sentí que una mano pequeña cogía mi pequeña mano de once años, a la vez que se acercaban grupos de personas, tanto mayores como niños asombrados por el espectáculo. Otras personas que también intentaban elevar otras cometas decidieron retirarlas, humilladas. Allí estaba nuevamente mi pipa leal, con mis colores preferidos, majestuosa. Decidimos subir juntos otros cinco metros, le dí las gracias con orgullo, y me las devolvió con un ligero balanceo cómplice.

Le pasé a cuerda a la mano de Martina, que hasta entonces seguía cogida a la mía, y que, ahora deslumbrada, ya no podía contener otras lágrimas que ahora sí afloraban abundantes, pero ahora de felicidad. La madre y la niña se quedaron jugando un buen rato rodeadas de otras personas mayores y un gran número de niños, mientras mi pipa y yo seguimos subiendo hasta llegar al cielo de Madureira. Me pareció que el muro seguía en su sitio. Y también allí estaba Toño.

Conservo ahora reforzados aquellos recuerdos de infancia: la construcción del muro, el enceste de la final del campeonato, mis vivencias con las pipas, y desde entonces también pasó a formar parte de mis recuerdos de infancia el día que Martina y yo subimos aquella cometa en la playa.